El Opo-Calendario
Artículo de Marta Sanchez Merino
https://lamejormaneradepredecirelfuturoescreandolo.wordpress.com/2015/05/26/el-opo-calendario/
Para la gran mayoría de los mortales y al margen de consideraciones religiosas, el primer día de la semana es el lunes. Así lo establece, a efectos laborales, un estándar bastante conocido en el ámbito de los negocios denominado ISO 8601. Sin embargo, toda regla tiene sus opositores. Que diga, sus excepciones.
Tengo compañeros que empiezan la semana en jueves, otros en viernes y otros en domingo. Tengo compañeros que inlcuso empiezan la semana dos veces antes de que acabe. En cualquier caso, todo gira en torno al archiconocido “cante” en el preparador. Nada de lunas, ni días, ni horas. El tiempo se mide en temas.
Así las cosas, cuando me levanto no pienso qué día es hoy, sino cuántos temas me quedan por estudiar antes de que llegue el día del “cante”. Y es que, con el paso de los años en esto de opositar, saber en qué fecha estamos deja de tener importancia, ya que, para mí no hay puentes, ni fiestas, ni final de curso, ni nada por el estilo, por mucho que nuestro amigo Mr Wonderful se empeñe en su agenda.
Sólo conviene preocuparse cuando al levantarnos de la siesta creemos que ya es el día siguiente o, peor aún, cuando al despertarnos por la mañana no sabemos en qué mes vivimos, si es verano o es invierno. Lo prometo, me ha pasado.
La semana, para una persona que oposita, es otro rollo. Aquí no hay días fuertes, ni días largos. Ni siquiera fin de semana. La opo-semana es una cuenta atrás en la que el agobio y la presión sólo hacen aumentar hasta que “cantamos”. Y después, vuelta a empezar.
Mi semana empieza, por tanto, cuando salgo del preparador. Ese momento en que voy por la calle flotando y sonriendo hasta a las farolas en plan Mr Bean. Ese momento en el que la necesidad de hacer el bien me recorre por el cuerpo como un rayo de arriba a abajo y hace que tenga ganas de ayudar a la gente a pasar el paso de cebra, a facilitarle a una mamá el bajar los carritos de bebés por las escaleras o a colaborar con la mismísima policía a detener a un carterista, si hace falta. Porque oye, HE SALIDO DEL PREPARADOR. Y es el mejor momento de la semana, sin duda alguna.
Al cabo de las horas, toda esa energía que me hacía levitar va reduciendo poco a poco su presencia en mi sangre y se me empieza a abrir la boca (aunque, por ese entonces, puedo disimularlo y sólo se produce aisladamente). Suele ser cuando te sientas en una terraza a tomar algo con tus amigos o tu pareja. Y además es un proceso imparable. Nadie puede evitarlo, SALVO que de repente oigas alguna de las que yo considero palabras clave, como “temas”, “oposición”, “cronómetro”, “ley”, “código”, “opositor” o “articulo”. Con independencia de que luego se trate de “temas de conversación”, “opositores al régimen” o “artículos de una revista”.
El cerebro del opositor recibe la información, subraya (en amarillo, siempre) las palabras clave y empuja al resto del cuerpo hacia un estado de alerta que ya quisiera Red Bull. Dicen que se me cambia hasta la cara, y que doy miedo. Sin embargo, me cuesta trabajo seguir una conversación normal o tengo que preguntar tres veces cuánto le debo al camarero. Porque no me entero.
A medida que va avanzando la tarde y llega la noche, no hay manera de disimular los bostezos. Si quiero tapar mi boca (todavía intento mantener la compostura) imposible no recurrir a las dos manos. Suele ser un momento de lucha interna, entre la parte de tu cerebro que dice es el momento que llevas esperando toda la semana y la parte que te dice que no puedes más. Aún así, no dejo que nada ni nadie me amargue el día y desoigo toda vocecilla interna que intente que no haga lo que queria hacer. Hasta que, o bien me quedo dormida en el sitio menos oportuno o, en el mejor de los casos, caigo rendida en la cama.
El día siguiente al cante (en mi caso, día libre), me levanto a la misma hora de siempre pero sin despertador y como una moto. Quiero hacer los cien metros lisos, comerme tres elefantes y bailar la mismísima Jota, si hace falta. Y esto es algo que sufren, especialmente, los que están plácidamente durmiendo a nuestro lado. Porque si nos despertamos nosotros, se despierta todo el mundo (¡qué va a ser esto!). Aún así, la perspectiva de un día sin estudiar por delante, te hace tener (todavía) unos altos niveles de empatía, comprensión y raciocinio que hacen que seams benévolos con los que nos piden una prórroga. Pero que sea corta.
Lo peor es cuando pasa la hora del almuerzo del día libre. Digamos que una nube negra se cierne sobre mí y lo que antes me parecía gracioso deja de hacerme gracia. Si a alguien se le ocurre proponerme un plan para ese otro día del fin de semana me vuelvo agresiva. Tengo menos hambre que nunca porque, si ceno, eso significa que después me acuesto y en cuanto menos acuerde, ahí estoy otra vez delante de los libros.
Los domingos por la mañana me siento como si despertara de la anestesia: dolores por todo el cuerpo y un recuerdo difuso de lo que han sido las ultimas horas, como si hubiera sido un sueño. Pero los libros son reales como la vida misma y están donde los dejé, espérandome. Qué tiernos.
Se supone que tendría que tener toda la presión del mundo encima y voy pisando huevos. Pero todavía es soportable, porque el viernes se ve muy lejos en el horizonte, y me permito alguna que otra licencia.
Detrás llega el lunes. La presión aumenta. Mi cerebro no para de enviarme imágenes de todo lo que debí haber hecho ayer y me dejé para hoy, con lo que, para meterme realmente en vereda necesito aislarme de todos esos demonios que todavía no se habían instalado en mi escritorio ayer. Y sigo estudiando.
La semana va avanzando y como la amenaza de muerte que supone el cante cada vez es más real, el cerebro (digo yo que por puro instinto de supervivencia) empieza a rendir a tope. Lo malo es que no deja de mostrarme tablas comparativas entre lo que es y lo que podría haber sido si hubiera estado así desde el minuto uno. Y eso agobia tela.
Viernes por la mañana. Pre-cante. He conseguido estudiarme todo lo que me había propuesto pero me prometo a mí misma que la semana que viene no iré con este estrés encima. Me digo que así no se puede vivir. Y repaso, repaso, repaso. No hay hambre, ni frío, ni calor hasta que llega la hora de cerrar el libro y emprender la marcha hasta la casa de mi preparador.
Hay algo que yo no le desearía ni a mi peor enemigo: cruzarse con un opositor en el trayecto de su casa a la de su preparador. Porque ese opositor, aunque luzca como un ser humano aparentemente normal, no lo es. Es una base de datos andante con radares para detectar cualquier tipo de peligro que le haga desconcentrarse. Y tiene órdenes de matar si la ocasión lo requiere.
Asi, ya no es que no ayude a nadie a cruzar el paso de cebra, es que directamente me lanzo yo con el semáforo en rojo si hace falta. Ya no es que no se me ocurra coger el carrito de bebé de una rueda para ayudarle a la madre a bajar las escaleras, es que miro al bebé que va dentro y pienso: “ojalá yo fuera él”. Y ya no es que no levite, es que voy arrastrándome contra mi propia voluntad. Pero llego y me siento en esa mesa de todos los viernes. Pongo el cronómetro en marcha y empiezo a disparar.
Esos minutos que yo quisiera que fueran más, se me hacen, en realidad, cortísimos. Antes de que acuerde, ya he acabado y le estoy contando mis planes para el día libre al preparador.
Y ya estoy otra vez fuera, levitando a la vez que escribo este post y antes de que se me acaben las pilas. Porque así son mis semanas.
Ay…
Uff…
Perdón.
Disculpadme si se me empieza a abrir la boca, pero creo que ya sabéis de qué va esto.
¡Buena semana a todos!